P'al Pilar sale lo mejor

P'al Pilar sale lo mejor

El bar también tiene su ofrenda

Historias de bar

Ofrenda en el bar


 El domingo es el día del Pilar, y el bar abre más temprano de lo habitual.
 Afuera, la ciudad se despierta con cachirulos en las cabezas, flores en los brazos y una ilusión que no se marchita generación tras generación.

 Dentro, el primer café humea junto a un ramo de claveles blancos que alguien ha dejado en la barra, los mismos que, en las primeras horas, compondrán el manto de la Virgen.
 La radio murmura jotas de fondo, esas que todos dicen saber y casi nadie canta enteras.

 El camarero pule los vasos con la lentitud de quien sabe que el día será largo.
 Entra una pareja de mediana edad: ella con mantón, él con cachirulo atado con maestría. No hablan mucho, pero se miran con la complicidad de quien repite un ritual.
—Dos vermuts con sus aceitunas y dos salmueras, como siempre.
 El bar es su punto de encuentro antes de la ofrenda, desde hace tiempo, desde que se conocieron en la facultad, cada año hacen un paréntesis en sus respectivas vidas para hacer juntos el recorrido y entregar sus ramos.

 A media mañana llega un baturro con la guitarra colgando del hombro y ojeras de víspera. Pide un café doble y deja unas monedas en la barra.
—Hay cosas que uno hace por fe, aunque ya no crea —piensa, y sonríe con un cansancio que parece ternura—, toda la noche de juerga y ahora con la rondalla a la ofrenda.
 En ese mismo instante, desde el salón privado del bar llega el sonido de una bandurria punteando la entrada de una jota.
 Ha sido el tabernero quien la ha cogido de su colección particular, la que guarda en el salón privado, entonces, el baturro, sin pensarlo dos veces, descuelga su guitarra del hombro y acompaña con acordes mayores al dueño del bar transformado en improvisado jotero:

“Es la Virgen del Pilar
la que más altares tiene,
pues no hay pecho aragonés
que en su fondo no la lleve.”

 El tabernero deja la bandurria a un lado, satisfecho. Puede que, a lo largo del día, vuelva a cantar otra jota o, quizá, el año que viene.

 Las conversaciones se cruzan entre los que entran a por su primer café —o vermú, según lo que pida el cuerpo— y los que salen a buscar su lugar en la fila de la ofrenda.

 Niños que visten por primera vez sus diminutos trajes de baturro y niñas que se esfuerzan por mantener en su sitio el moño que, con hábiles y experimentadas manos, les ha hecho la abuela.

 El flujo de gente vestida con sus mejores galas de indumentaria típica no cesa y se alarga durante todo el día.
 Una vecina nueva se asombra de ver tanta gente pasar, tanto colorido, tanto sentimiento...
—Son mis primeros Pilares —dice—. No me imaginaba que oliera así.
 Nadie pregunta a qué se refiere, pero todos asienten.

 Porque el aire trae un perfume de claveles, taberna y recuerdo.
 El olor de los abrazos que se repiten cada octubre, del tiempo que parece detenerse en Zaragoza esos días, respirando al compás de una jota.

 Por la puerta abierta se cuelan risas, castañuelas, ecos de infancia.
 El bar es frontera entre el bullicio y la calma, entre la devoción y la rutina.

 En la radio suena ahora "La palomica". Algunos la cantan en voz baja, la murmuran, otros la escuchan con emoción, unos cuantos miran hacia sus vasos con melancolía, como si en ellos pudieran reflejarse los años que se fueron.

 Cuando cae la tarde, el ramo de claveles sigue en la barra.
 El bar huele a flores y a vino. Y a esa mezcla tan zaragozana de nostalgia y fiesta que convierte cualquier barra, cada Pilar, en una pequeña catedral.

 Cada bar de Zaragoza guarda su propia ofrenda,
y cada cliente, su historia.

 Relato perteneciente a la serie Historias de bar. Cuando las paredes escuchan.

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