Cañas, biberones y esperanzas
Cañas, biberones y esperanzas
Historias de bar
Al principio eran solo un par. Una pareja joven, trabajadores los dos, con mochilas de portátil, bocadillo, ropa usada y caras de jornada larga. Entraban al bar, se pedían una caña y algo para picar, y se contaban el día con una mezcla de cansancio y entusiasmo. Había en ellos una prisa por vivir. Una ilusión contenida.
Luego vinieron más. Otra pareja. Y otra. Se fueron sumando hasta llenar la mesa grande del ventanal, que a esas horas se convertía en su rincón habitual. Entre cañas y tapas se hablaba de alquileres, de jefes pesados, de series de moda y de escapadas de fin de semana. Reían mucho. Hacían planes. El bar se llenaba de una luz especial con esa energía suya que parecía decir: "estamos empezando algo".
Yo les servía casi sin preguntar. Ya sabía lo que pedían. Ellos me saludaban por mi nombre, y a veces dejaban propina sin darse cuenta. Me caían bien. Eran de esos que dan vida al local sin armar jaleo.
Y luego, poco a poco, llegaron los cochecitos, las tronas y los brazos que se turnan para calmar a un bebé que llora. El microondas compartía raciones de callos con biberones y "potitos". Dejaron de venir todos a la vez. Se organizaban, más bien las circunstancias les organizaban. Unos los martes, otros los jueves. Las conversaciones cambiaron: guarderías, pediatras, noches sin dormir. Ya no hablaban tan alto, pero las miradas eran más cómplices.
Fui testigo de primeros gateos, de primeros pasos, de primeras palabras. Me hacían sentir partícipe de la forja de sus incipientes vidas.
Los críos crecieron. Poco a poco el cochecito dio paso a la mochila del cole. Llegaban con la niña de la mano, pedían un café con leche y se iban corriendo a dejarla, primero en la guardería, enseguida en el colegio. A veces, si había suerte, volvían por la tarde. Pero ya no era lo mismo. El reloj mandaba.
El tiempo pasó como pasa siempre en un bar: sin avisar. Algunos ya no vienen. Otros pasan de vez en cuando y saludan con cariño, pero sin detenerse. Hay nuevas caras, nuevas voces, otras prisas.
Pero cuando limpio la mesa del ventanal, todavía me parece verlos ahí. Riéndose como antes. Soñando en voz alta. Brindando con cañas por todo lo que pensaban construir. Por mucho que pase la bayeta, hay algo que no desaparece al frotar.
De vez en cuando alguno de ellos me obsequia con su presencia y algo se enciende en el bar. El runrún habitual se detiene. Y esa luz suya —la de entonces, la de ahora— vuelve a brillar sacándome de la rutina e iluminando el cargado y grisáceo ambiente. Aunque sea solo por un rato comparto su juventud y esperanzas…
Aunque sea solo un rato.
Entrañable historia. Gracias por compartirla.
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EliminarQue bonito!!!
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EliminarLa vida. Muy chulo. Gracias
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EliminarMe ha gustado, muy nonito
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