La hora de Don José
La hora de Don José
Historias de bar
El bar se halla en una calle discreta y poco transitada de Zaragoza. No se distingue de cualquier otro y, como en cualquier otro, una rutina se repite a diario, un metrónomo humano que marca el paso de las horas: Don José.
A las siete y media de la tarde, ni un minuto antes, ni uno después, la puerta del bar se abre, y ahí aparece él, con su gorra de visera que se quita para colgarla —siempre— en el segundo gancho del perchero. Durante las Fiestas del Pilar, la gorra da paso a otra confeccionada de tela de cachirulo, como si fuera su uniforme de gala.
Desde hace más de veinte años, es cliente fijo del bar. Para el dueño, su llegada no es novedad, sino resignación cotidiana de quien sabe que hay batallas que no merece la pena librar, una presencia tan inevitable como el cierzo en invierno o el calor pegajoso de agosto.
Se sienta en la misma silla, en la misma esquina, con la espalda tiesa y los codos perfectamente colocados sobre la mesa. Saluda con su frase de siempre, una especie de pistoletazo de salida para su monólogo diario:
—Buenas tardes a todos... menos a uno.
Casi nadie responde. El bar, acostumbrado ya a su peculiar bienvenida, guarda un silencio breve y tenso. El dueño, sin que medie palabra, le sirve su “whisky obrero”: vino tinto de la casa, siempre el mismo.
Don José toma el primer sorbo. Ha afinado su ritual con precisión: dos vinos exactos, espaciados con maestría, para cubrir los noventa minutos que dura su estancia.
Carraspea con teatralidad y arranca. Busca ojos que lo miren, oídos que lo escuchen, un público para su "verborragia versada", como él mismo la define. Aunque sus palabras suelen estar mal conjugadas o fuera de contexto, él las suelta convencido de estar sentando cátedra.
—Don Ernesto, a pesar de ser usted nonagenario, conserva una excelente "erudición mental". Quién diría que nació en mil “nuevecientos” treinta y poco, está usted hecho un chavalín —sentencia, con aire de autosuficiencia disfrazada de cultura.
A Don Ernesto le incomoda que le recuerden su edad constantemente, algo que parece no afectar a Don José, que se lo espeta día tras día, como si lo descubriera por primera vez.
Le gusta hablar "de cara al tendido", como si cada una de sus frases mereciera una ovación. Pero la realidad es otra. Algunos clientes agachan la cabeza, otros se sumergen en sus dispositivos móviles, mientras su voz desbocada retumba en las paredes, un eco que nadie ha pedido.
Su repertorio de motes y coletillas es casi tan inmutable como su llegada: "Chavalín", "Pelo cano", "Chico guapo", "Arturo pito duro"... Pero su especialidad es llamar a la gente por la fecha de su onomástica.
—Hombre, veintinueve de junio, ¿cómo va esa próstata?
Clava los ojos en el pobre Pablo, que se encoge en su asiento, rojo hasta las orejas, sin saber dónde meterse. Nadie ríe.
Y es que Don José tiene la peculiaridad de hablar con un tono de voz muy elevado, a menudo molesto. Las miradas furtivas de los clientes o sus disimulados gestos de incomodidad son una constante. El dueño, que ha escuchado cada una de sus frases cientos de veces, le responde con un gesto seco o un silencio táctico. Pero Don José no se inmuta. Continúa, ajeno a todo, como si el mundo entero esperara su monólogo diario.
A las nueve en punto, tras su segundo vaso de vino, llega el final del acto.
—Vengo de Trasobares... porque voy de bar en bar.
Lo dice siempre igual. Sin novedad, sin pausa. Una despedida que él cree ingeniosa y que el resto de parroquianos recibe con el mismo entusiasmo que una cola en el ambulatorio de la seguridad social.
Deja veinte céntimos sobre la barra —la misma propina de todos los días—, recoge la gorra, se la ajusta sobre su despejado cráneo y se va, dejando tras de sí una calma que se puede casi palpar.
En el bar, el silencio que vuelve, aunque sea por unos instantes, se agradece. La presencia ruidosa y el ritual de Don José, ese personaje que a nadie parece caer bien del todo, imprime su marca en el aire. Es un recordatorio de que, incluso en la vorágine de la vida moderna, existen pequeños santuarios de la costumbre, de esa repetición que da sentido.
Y quizá, solo quizá, esa rutina sea lo que mantiene a Don José anclado en su propio universo, un día más… y los que vendrán.
No cae bien, pero su ausencia tampoco sería fácil de llenar.
También él es historia del bar.
Quizá tú también hayas conocido a alguien como Don José. O quizá lo seas.
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