El perchero

 

El perchero

Perchero antiguo en el bar

A menudo, son los objetos sencillos los que guardan las historias más profundas.

El perchero de un bar, invisible para la mayoría, puede convertirse en un testigo silencioso de recuerdos, amores perdidos, despedidas y encuentros. El perchero es un relato de esas vidas que se cruzan, de los momentos efímeros que, aunque se olviden, siguen guardados en los rincones más inesperados.

Perchero antiguo. Carabel

Nadie se fija en él. Apenas un trozo de hierro oscuro, torcido en las puntas, anclado a la pared junto a la puerta. Pero ahí sigue, sin moverse, sin hablar, cargando con todo lo que el tiempo no quiso llevarse.


1. 1985 — La cita de los jueves

Cada jueves a las siete, Julián entraba sin saludar, dejaba la gabardina gris en el primer gancho del perchero y pedía un vermut. Siempre el mismo, con dos hielos y una aceituna. Se sentaba en la mesa del fondo, de espaldas a la ventana.

Ella llegaba a las siete y cuarto. Pelo recogido, bufanda de lana roja, mirada en alerta. Se sentaba con él durante veinte minutos exactos, luego se marchaba. Nunca juntos. Una coreografía silenciosa, repetida semana tras semana, que nadie en el bar entendía del todo, pero que todos, de alguna manera, esperaban.

Un día, ella no vino. El perchero aguantó la gabardina hasta las nueve. Cuando Julián se la puso de nuevo, sabía que había sido la última vez que la colgaría allí.


2. 1992 — La madre

Marisa entraba sin ruido, con el niño dormido en brazos. Siempre cargada con demasiadas cosas: el bolso, el abrigo, la mochila del pequeño. Colgaba todo respirando por primera vez en horas.

En el hospital no había descanso, solo luces frías y palabras duras. Pero en ese bar, con la barra repleta de viandas y el rumor de música en una radio de fondo, encontraba un poco de calor y de paz. El camarero le dejaba el café con leche y un vaso de agua sin que ella lo pidiera, un ritual que Marisa agradecía desde lo más profundo de su ser.

A veces lloraba un poco, discretamente. Otras, sonreía mirando cómo el niño se removía entre sueños. Después recogía todo del perchero y se iba como había llegado, en silencio, llevándose con ella sus preocupaciones, sus ilusiones, su vida; era como si nunca hubiera estado allí.


3. 2002 — El músico

Antonio entraba cada sábado con la chaqueta mal abrochada. Se veía incapaz de alinear cada botón con el ojal correspondiente. La dejaba, con un gesto casi reverente, en el gancho del centro, el que crujía si colgabas algo pesado.

Antaño había tocado ahí mismo, cuando el bar aún se llamaba El Pozal y el dueño era un burgalés, castellano cantarín y de buen carácter. Ahora solo venía a mirar. Miraba el rincón donde solía colocar la silla que le hacía las veces de escenario improvisado. A veces traía su vieja guitarra y la apoyaba en ése rincón. Nunca volvió a sacarla de su estuche.

Pero el perchero, que en otros tiempos fue su camerino, seguía guardando su lugar. El crujido del gancho era, para él, el aplauso de un público ausente, la melodía de una canción que solo él podía escuchar en un mundo que estaba cambiando demasiado rápido.


4. 2016 — La camarera

Claudia colgó su chaqueta con prisa. Era su primer lunes en el turno de mañana. El bar no era bonito, pero tenía algo que la hizo quedarse. Sirvió cafés, limpió vasos, aprendió a reconocer a los clientes por el ruido que hacían al entrar. Un anciano arrastraba un poco un pie, una mujer siempre saludaba dos veces...

Cada día dejaba su chaqueta en el mismo gancho, el de la esquina, donde colgaba también un pañuelo olvidado de otro tiempo. Nunca lo quitó. Le parecía feo borrar historias que aún querían quedarse. Le gustaba imaginar cómo era la persona que había colgado allí su prenda, a qué se dedicaba, si era feliz o desdichada. Cuando pasados unos años Claudia tuvo que dejar el trabajo, llevó un pañuelo suyo y lo anudó con el del perchero dejando así los dos lienzos unidos, pues ya se sentía parte de aquella historia.


5. 2024 — El anciano

Don Carlos entró despacio. Miró alrededor como quien lee un mapa sin entenderlo. Se quitó la gorra y la colgó en el perchero. No recordaba mucho. Ni el nombre del bar, ni de la calle, ni si había desayunado. Pero algo en esa pared le pareció cálido, familiar.

Se sentó sin pedir nada. Miró la barra, las sillas, el suelo gastado. Y entonces, por un instante, le pareció ver una mujer con bufanda roja. O escuchar una guitarra acompañando una cálida y grave voz. O el murmullo de una madre hablando con su niño. O una joven que le saludaba amablemente mientras le servía un café. Cerró los ojos. Sonrió.

Nadie se fija en él. Pero el perchero, oxidado y callado, guarda la memoria que los hombres olvidan.

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Nostalgia por la cerveza tirada al estilo antiguo, la cocina tradicional y por el jamón al corte